Siempre se dijo que la de Man -escenario del pavoroso Tourist Trophy- es la isla más motorista del mundo. Pero tal vez haya que ir cambiando esta perspectiva si finalmente Joan Mir se proclama campeón del mundo de MotoGP en Cheste.
Con el recuerdo permanente del añorado Luis Salom, y la realidad de los cinco mundiales de Jorge Lorenzo -dos en 250 y tres en MotoGP- queda claro que, si de motos se trata, Mallorca no es precisamente la isla de la calma. Y menos con Emilio Pérez de Rozas dando su bulla permanente desde allí.
El de Palma ha demostrado tener esa tranquilidad muy bien interiorizada, y el domingo puede disponer de la mejor ocasión para aplicar esa cualidad en su primer match-ball. Seguro que algo habrá aprendido de cómo gestionar la presión en el último juego de un paisano suyo como Rafa Nadal, cuya trayectoria también nació y se sustentó en el trabajo duro y constante, alejado de aspavientos.
“¿Presión? Presión es tener que llevar cada día el plato a la mesa, con la que está cayendo”, dijo la semana pasada en Valencia. Una respuesta que transmite no solo serenidad, sino una madurez sorprendente en alguien de 23 años, que empezó a correr a los diez -mucho más tarde que la mayoría- y que en 2020 está disputando su segundo curso en la categoría reina. Pero, sobretodo, que ya sabe qué es ser campeón del mundo in extremis (lo fue de Moto3 en 2017).
Desde que era un “nin”, cuando empezó a entrenar en el aparcamiento de un supermercado con un solo objetivo, tuvo claro que llegaría un fin de semana como este, y para ello lleva más de media vida preparándose, sin prisa ni pausa, con rigor. Como sus remontadas, pausadas pero eficaces.
Su entorno le adora, aunque sabe de su nivel de exigencia, propio y hacia los demás, detrás de esa sonrisa y modales suaves. ¿No les suena el método al de un tal Marc Márquez? La época de los pilotos chulillos, de las hemorragias de testosterona, ya pasó.
Siempre actuó así desde que se estrenó en el mundial con el Leopard Racing, siguió con el Marc VDS y aterrizó en el equipo oficial de Suzuki. El domingo, Davide Brivio -su máximo responsable, bregado en las guerras con armas de destrucción masiva desde que luchó en la trinchera de Rossi- tocó el cielo con esos mismos dedos con los que ocultaba su rostro para disimular la tensión de ver a Mir y Rins -sus dos chicos, esos que renovó prematuramente al inicio de temporada, en pleno confinamiento, pese a las críticas de tantos- cabalgando hacia el doblete de Suzuki. El primero de los de Hammamatsu desde 1982.
Mir sabe que este domingo puede pasar a engrosar la lista de los Barry Sheene, Marco Lucchinelli, Franco Uncini, Kevin Schwantz y Kenny Roberts Jr., los anteriores campeones con las motos azules.
Fíjense en la decoración de su casco (como el de Rins), algo que dicen que es el espejo del corazón de un piloto. Parece antiguo, sin muchos gráficos demasiado lisérgicos como abundan por la parrilla. De trazos suaves, amables, serenos que, de tan discretos, parece que ni latan. Como las maneras de su pilotaje: dulce, preciso, elegante. ¿No les parece diametralmente opuesto al de un tal Marc Márquez? Mallorca, su calma, se impone.
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