La imagen de Kimi Antonelli -el piloto de Mercedes F1- aguardando la llegada de un triunfante Marc Márquez en el “corralito” de Misano, a pie de pódium, resultaba encantadora. Bravo por el realizador de Dorna que tuvo la sensibilidad para recoger ese momentazo televisivo, y un diez para el cámara que estaba donde tocaba.
Qué quieren que les diga, pero me entusiasma mucho más ese plano que no los que nos muestran a cualquier memo con millones de followers haraganeando por la parrilla, o el de una mentecata luciendo palmito con aires de grandeza por el paddock.
Vale, sí, ya lo sé: no soy objetivo. Mi pasión por el motorsport no es dudosa, y mi alergia hacia influencers, DJ’s, cantantes/cantantas de reggeton, usuarios de mierdas como el auto-tuner y demás cantamañanas de semejante pelaje tampoco es un misterio oculto.
Pero ver a un héroe de la parrilla de F1, a un chaval que con toda seguridad habrá ganado esta temporada mucho más dinero que el pueda reunir un pelagatos como quien esto suscribe en toda su vida, verle aguardando con ese brillo en los ojos la llegada de unos deportistas –Marc, Bezzecchi, Alex– que acababan de brindarnos un espectáculo titánico tan superlativo, me entusiasma. Porque que alguien con tan solo 19 años recién cumplidos muestre esa admiración y respeto por unos colegas que, como él, se juegan la vida a 300 por hora, resulta inusual en estos tiempos en que el reconocimiento parece ser un valor trasnochado y caducado.
Muchos observadores dicen que quienes vibran más con las motos que con los coches lo hacen porque en las primeras ves siempre al piloto moverse, pelearse con las leyes de la física, intentar domar la fuerza de la gravedad a base de contorsionarse sobre la moto, mientras que en los segundos apenas ves una cabecita asomándose de un minúsculo habitáculo cuyo interior es un universo completo.

Por ello, cuando adviertes que dentro de ese casco puede haber una carita como la del piloto italiano, capaz de transmitir esa voluntad de veneración que vimos en el GP de San Marino te humanizas como nunca, y no puedes evitar empatizar con quien, tal vez, hasta el momento hayas sido tremendamente crítico.
Antonelli desembarcó en la F1 hace apenas seis meses con un aura de leyenda… por demostrar. Tenía tan sólo 18 años y 203 días cuando debutó en Melbourne en marzo, en una apuesta fortísima de Toto Wolff que lo escogió para substituir ni más ni menos que a Lewis Hamilton (siete campeonatos del mundo) en el equipo de la estrella. Quienes argumentaban su potencial al recordar sus inicios en el karting sacaron pecho al ver como en el Albert Park rozó el pódium, con un excelente cuarto por detrás de Norris, Verstappen y Russell… casi nadie al aparato.
Treinta puntos en sus tres primeras carreras de F1 no estaban nada mal. Pero Bahréin cortó la racha, y a partir de tres fiascos consecutivos después de llevar mal la presión de correr en casa (Imola), apareció el tercer puesto en Canadá. La cotización de alguien que se llama Kimi no porque sus padres fueran fans de Raikkonen, sino por qué así lo decidieron, se disparó a una velocidad de vértigo. La misma con que ahora se ha frenado tras sumar solo tres puntos en los seis últimos GP. Incluso Wolff ha mostrado su decepción por unos resultados que se esperaban mejores. Kimi llega a Bakú octavo del campeonato, con casi 130 puntos menos que George Russell, su compañero de equipo, que es cuarto del certamen tras los intocables McLaren y la bestia Verstappen. Pero ni física, ni Kimi-ca. Wolff no habla sobre la renovación de dos contratos que terminan en pocos meses.
Para el británico encontrar un asiento si no sigue en Mercedes no será difícil. Pero para Antonelli la cosa es más complicada. Tanto, como que puede verse apeado de su sueño antes de lo previsto. Pero si la carrera del piloto de Bolonia queda cercenada por un enésimo ejercicio de crueldad de la F1, no habrá sido por su culpa, aunque no haya estado a la altura esperada (por Toto Wolff). Apostar por alguien tan joven tiene esos riesgos, y más en este deporte. Pero tirarlo a la papelera como un kleenex usado es injusto y cruel. Cuestión, eso, de respeto.
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