En el cine de Olesa de Montserrat siempre “echaban” dos pelis, a cual peor. Una de chinos -con mamporros y grititos onomatopéyicos a tutiplén- y otra que normalmente era igual de infumable, casi siempre un “spaguetti-western”, con un reparto de sopapos no menor al preliminar bodrio asiático…
Pero los chavales de Esparreguera acostumbrábamos a “bajar” al cine del pueblo rival para poder hacer el cafre a nuestras anchas, sin temor a un chivatazo a la familia por parte de algún pariente o conocido dispuesto a cantar nuestras fechorías.
Recuerdo especialmente una peli que, por su calidad, destacó especialmente en una programación habitualmente espantosa: “Max y los chatarreros”, del siempre interesante cineasta francés Claude Sautet, con la actuación de Michel Piccoli y la sugestiva Romy Schneider, en una interpretación menos azucarada que en su rol de Sissi emperatriz.
Esta semana me ha venido el nombre del film a la cabeza a propósito de la oportunidad de Max Verstappen para proclamarse campeón del mundo este sábado, por tercera vez en su trayectoria. Y queriendo refrescar mi memoria, he buscado las críticas que en su día se hicieron de esa peli, y he encontrado una titulada “Max-quiavelo”, firmada por Tom Regan desde Almería, que resume el argumento así: “Un retrato psicológico de los personajes donde nos adentramos en las obsesiones y frustraciones de un protagonista que juega a ser un pequeño Dios, moviendo los hilos de unos perdedores a su antojo cual Maquiavelo con su mítica frase de ‘El fin justifica los medios’, y con ello provocando el dilema moral en el espectador de si comparte o no los medios del policía (el Bien y el Mal quedan difusos).”
Curiosa referencia, y no menos interesante analogía si comparamos el perfil del poli protagonista con el del piloto a punto de tri-campeonar.
La calidad, el talento, y el coraje de Max Verstappen está fuera de toda discusión. Es un fenómeno llamado a engrosar aún más si cabe un palmarés que ya es sensacional. Pero la prestación de su coche, el Red Bull, tampoco admite debate.
Y, sin embargo, pese a que el neerlandés atesora unas virtudes por todos reconocidas, y que siempre me ha evocado la valentía de otros pilotos descomunales como fueron Ronnie Peterson (10 victorias), James Hunt (10 victorias y el título mundial de 1976) o Gilles Villenuve (6 victorias), no ha conseguido aunar -más allá de su país, quiero decir- una legión de fans como las que los campeones del mundo coetáneos Lewis Hamilton (6 títulos mundiales) o Fernando Alonso (2 títulos mundiales) aglutinan por todo el planeta.
Max ganará el título este sábado con absoluta certeza, y puede que el hecho de obtenerlo cuando aún quedan seis carreras para que concluya la temporada pueda restar algo de lustre a su campaña, aunque de modo inmerecido.
Pero, sobre todo, si hay algo que juega en su contra es la certeza absoluta de la superioridad del coche que pilota en comparación con los de sus competidores. Un suceso semejante a lo que ocurrió con Sebastian Vettel y la forma de obtener sus cuatro títulos mundiales.
El Red Bull es el mejor coche de la parrilla, y con diferencia. Cierto. Pero hay que llevarlo, no cometer errores y saber soportar la presión del liderazgo permanente. Y en este sentido, Verstappen ha manejado la situación con una frialdad y dominio absoluto, dejando claro que aquel “Mad Max” de sus inicios ya forma parte del pasado.
Hay una acusada tendencia a infravalorar el palmarés del futuro tri-campeón mundial, como la hubo con Vettel. Y esto es injusto. ¿O acaso no fueron superiores al resto los McLaren y los Williams de los ochenta, los Ferrari de Schumacher o los Mercedes de Hamilton?
Esta es la verdadera historia de la F1, una competición basada en (como siempre decía el añorado Carlos “Maese” Castellà) “carreras de coches”. Eso, de coches. No lo olvidemos.
El factor “coche” siempre será fundamental en este deporte. Pero los coches los diseñan y los manejan las personas. Personas “que juegan a ser un pequeño Dios, moviendo los hilos de unos perdedores a su antojo cual Maquiavelo”. Como en “Max y los chatarreros” que vi aquella tarde en Olesa comiendo pipas.
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