109 puntos separan a Max Verstappen de su más inmediato perseguidor en el campeonato, Charles Leclerc, y de su fiel escudero en Red Bull, Checo Pérez, quien -como el que no quiere la cosa- anda empatado a puntos con el monegasco en el escalón de plata de la clasificación. Una barbaridad, sobre todo teniendo en cuenta que únicamente faltan siete carreras para que termine la temporada. La primera de ellas, este fin de semana, ni más ni menos que en Monza.
Sólo una hecatombe podría impedir que el neerlandés obtuviera su segundo título mundial este año, y que los energéticos se llevaran un nuevo diploma para su vitrina en Milton Keynes, el de constructores.
En el “Templo de la Velocidad” las prestaciones de los Red Bull -con su excelente punta- parecen más favorables que las de los Ferrari, que se ven amenazados por Mercedes, a tan sólo treinta puntos en la clasificación para los equipos, la que distribuye cómo quedará el reparto de beneficios para el curso siguiente.
Pero aquí el asunto no va únicamente de pasta, por mucho que estemos en Italia, sino de honor, un concepto increíblemente arraigado en este país donde todo lo que afecta a Ferrari es considerado casi como una cuestión de estado, y donde sus frecuentes errores suelen provocar una crispación colectiva.
No me gustaría estar esta semana en la piel de Mattia Binotto, quien intenta sacarse la presión de encima diciendo que es bueno volver ahora a este escenario, especialmente para recuperar el contacto con unos “tifosi” que han estado demasiado tiempo apartados de “la pista mágica” por las limitaciones impuestas por la crisis sanitaria.
No hay otro recinto deportivo en el mundo que me recuerde tanto al Camp Nou como el trazado lombardo, con su historia, su herencia, y también su decrepitud. Pero, especialmente, por lo que me apuntaba mi amigo Joan Villadelprat esta misma semana: que, en ocasiones, cuando los dos coches rojos quedaron fuera de combate antes de la caída de la bandera de cuadros, el éxodo de sus entusiastas es bastante comparable al de los “tribuneros” de Can Barça desertando de sus asientos antes del silbato final cuando el marcador les resulta asverso, o el juego poco sugestivo.
Si el neerlandés gana en Monza – “!porco governo”¡-, en casa de la Scuderia, esto puede ser un “apaga y vámonos” porque, en adelante, para sellar su título Max podría limitarse “a verlas venir” en el residual periplo exótico que quedará cuando la F1 deje Europa tras la carrera transalpina.
Ahora que Verstappen ya sólo ve a sus rivales a través del retrovisor, este tramo final del ejercicio me recuerda demasiado a los últimos títulos que Sebastian Vettel ganó de forma anticipada, a bordo de los coches diseñados por Adrian Newey.
La diferencia es que ahora Max tiene unos oponentes algo más afinados de lo que lo estuvieron los rivales del alemán en su momento.
Ojalá que me equivoque, y no sea así. Por el bien del campeonato, por el interés del mismo, y para que Italia y los italianos puedan llevarse al menos alguna alegría ante los negros nubarrones que asoman en el firmamento más inmediato que empieza el día 25.
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