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Alex Palou no debería ir a la F1

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Hagámonos todos un favor: no volvamos a decir nunca más que la Indycar es “la F1 de los Estados Unidos”. Porque no lo es. Porque, si acaso, es mejor la de allí que la de aquí. O al menos esto es lo que vimos este domingo.

Del GP de Mónaco suele decirse que es “la joya de la corona”. Pues, que quieren que les diga. Es cierto que esta carrera siempre estuvo en el calendario desde que la F1 se puso en marcha. Es verdad que su prestigio es incuestionable, que aquí sólo ganan los más grandes, y que la repercusión que obtiene una victoria en los empinados toboganes de sus calles es incomparable a cualquier otra. Pero el brillo de su oropel esta vez pareció de tosca bisutería, de pedruscos de resina, más que de fina y artesanal orfebrería.

A mi personalmente no me gustó nunca. Odiaba trabajar en un lugar donde todo son pegas, impedimentos, trabas, limitaciones. Algunas muy absurdas, y no me refiero a los condicionantes que la orografía del lugar impone, que ya comprendo, sino por la “tontería” inherente al glamour de la cita, con sus estomagantes invitados, una parrilla rebosante de fantasmas y evasores de impuestos, y una pléyade de pavos reales que sólo van para lucir su plumaje y que se ofenden cuando les aproximas tu micrófono y tu cámara para que sus admiradores lo puedan apreciar de cerca. Que les den.

Prefiero el GP de monoplazas clásicos, sin tanto aborregamiento, y que suelen hacer en el mismo escenario, u otras competiciones que también utilizan ese enroscado caracol debajo de cuya cáscara hay poca sustancia.

En Mónaco vimos en el pasado grandes carreras, enormes gestas, brutales exhibiciones de talento con un volante y una palanca de cambios -he escrito palanca, sí; no botones ni levas- en las manos de los mejores. Pero de eso ya hace demasiado.

Lo de este domingo fue una broma, “un insulto al deporte, un simulacro” como dijo Carlos Sainz, que bajó de su Williams más caliente que el príncipe Alberto boicoteando cualquier proyecto español en un congreso del COI.

El GP de Mónaco fue un tostón de dimensiones monstruosas si lo comparamos con las 500 Millas de Indianápolis que vieron coronarse a Alex Palou poco rato después.

Hay quien afirma que la cita con el óvalo más famoso del mundo es la mejor carrera del deporte del motor. Yo, que soy poco dado a este tipo de rankings y comparaciones, no me atrevo a afirmarlo. Pero sí se que me gusta mucho, y cuando ves ganar a alguien como Palou, a quien has visto crecer, todavía más. Y con la forma, autoridad, estilo y la categoría con que lo hizo, aún más.

Àlex Palou tras ganar la Indy500 | © EFE
Àlex Palou tras ganar la Indy500 | © EFE

Me enamoré de esta carrera la primera vez que estuve allí, cubriendo el debut del pionero nacional: Fermín Vélez. Luego siguieron Oriol Servià e incluso Fernando Alonso. Pero ha sido esta bestia llamada Palou quien ha puesto a todo el universo de rodillas con su victoria.

Alex tiene tres títulos de la Indy, que pronto serán cuatro, lo que le empatará con la gran leyenda Mario Andretti. Su prestigio es tan inmenso que medio mundo aspira a meterle en la F1… y el otro medio quiere que se quede donde está.

Yo soy de los segundos. Su acercamiento a la F1 a través de McLaren terminó en los tribunales, y enturbiando la relación con Chip Ganassi, el hombre que le abrió la puerta en los USA. Su nombre ha sonado entre los posibles pilotos del futuro equipo Cadillac en la F1, una formación que tardará en cuajar en una disciplina que les es desconocida.

Si Palou entra en la F1 por la puerta pequeña le tocará bregar desde abajo, y reflexionar sobre aquello de “cola de león, o cabeza de ratón”. Ahora, en los USA es el rey del mambo, y para resultados discretos en la F1 ya vamos sobradamente servidos. Yo ya tengo un tío en América, y se llama Alex. ¡Quédate!


Àlex Palou Indy500 Oriol Servià

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