La vuelta de la F1 a Imola este fin de semana, con un programa experimental mucho más compacto con la idea de reducir gastos -un planteamiento sobre el que podríamos discutir mucho- ha dejado en un segundo plano la valoración del record que Lewis Hamilton obtuvo en Portimao el pasado domingo: 92 victorias.
Ganar un GP de F1 es algo muy difícil al alcance de pocos pilotos (107 en 70 años de historia de la competición); llegar a esta cifra, una gesta.
Sin querer echarle agua al vino, ni mucho menos, es cierto que actualmente es más “fácil” sumar más victorias por temporada con unos calendarios que -excepcionalidades como la de este año a causa de la crisis sanitaria al margen- tienen muchas más citas por campaña de las que antaño formaban los campeonatos. En su primera edición en 1950, por ejemplo, solo hubo siete carreras puntuables… más otras citas internacionales que aunque también recibían la denominación de “Gran Premio” no contaban para la clasificación final.
Pero, con todo, insisto: ganar una carrera no es fácil; hacerlo en 92 ocasiones es una brutalidad. “Sobre todo si en 71 ocasiones se ha hecho al volante de un Mercedes”, dirán algunos…
Y ahí es donde me cuesta entender una -para mí- inexplicable tendencia a minimizar cualquier éxito que pueda protagonizar Lewis Hamilton. Especialmente en España.
No comprendo esa corriente, ese maniqueísmo extremo en el que todo es blanco o negro (perdón por utilizar estos términos). O tal vez sea por eso, especialmente viendo como algunos han llegado a hiperventilar con las reivindicaciones anti-raciales que hizo el británico al principio de temporada.
El enquistamiento de la inquina que se generó entorno a Hamilton tras su enfrentamiento contra Alonso en aquella polémica temporada 2007 parece que perdura, aunque de ello hayan transcurrido ya ¡13 años!
Conozco a los protagonistas de aquella historia, y les puedo asegurar que ni el uno ni el otro guardan rencores de lo que sucedió el año en que Hamilton debutó en la F1 con un subcampeonato mundial (y 4 victorias, el que más en su año de estreno en la categoría). Al contrario, el respeto que existe entre ambos es ejemplar, y contrasta extraordinariamente con esa absurda cruzada anti-Hamilton que empezó aquel año, y que parece todavía vigente entre quienes están obcecados en la materia y en esa absurda competencia por ver quien es “más amigo de Fernando”.
Les aseguro que el propio asturiano no guarda ningún tipo de trauma de aquellos tiempos.
Por mucho que el coche que pilota Hamilton haya sido el monoplaza más superior de toda la parrilla desde que empezó la era híbrida en la F1, minimizar el mérito de su trayectoria es tan absurdo como ridículo. Baste un ejemplo: ¿por qué si el coche es tan determinante Bottas no ha ganado tantas carreras como él?, ¿o porqué Rosberg se fue de aquella manera de la F1 tras ganar su único título de una forma tan agónica?
Caerá mejor o peor, gustará su forma de vestir más o menos, apreciaremos su estilo de vida o lo detestaremos, le consideraremos un tipo esperpéntico o no. Pero de ahí a intentar diluir el mérito de una carrera que ya reúne (de momento) seis títulos mundiales, 92 victorias, 97 poles, 161 podios… ¿sigo?
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